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18 de Julio 2003

Un bichito en el averno

Ni Caronte se salvaba del calor. Vale que los Campos Elíseos estaban eternamente climatizados, pero era venir al Tártaro y, como uno más, sufrir los rigores... le quemaban las monedas en el hueco del jitón. Recordó el verano de Faetón y de Ícaro: "qué moda tonta", se dijo, secándose el sudor, y reprimió otros comentarios sobre los héroes, no fuese a ser que el Jefe estuviese por allí controlando con el casco puesto y pa qué queremos más. A currar: había que pelar un poquito a Cerbero, que como todos los veranos perdía dos o tres cabezas al día sólamente de rascarse. Animalito.

Le dio unas migas que guardaba del pastel que trajo Eneas para adormilarlo y, mientras le iba haciendo efecto la anestesia al bicho, se tomó él mismo una licencia que (como profesional liberal allí abajo) podía permitirse. Se sentó un minuto a descansar. Metiendo el brazo hasta el hombro por entre los pliegues de sus ropas, sacó desconfiado de las telas otra tela hecha un paquete, y envuelta en ella una flor. ¡Una flor! Era un hallazgo, nunca había crecido una así en el limo del Aqueronte, lleno de cardos borriqueros. Un tesoro, una rareza que él estuvo al tanto de arrancar.

Pensaba vendérsela a alguien, pero antes de eso quería constatar lo valioso de su suerte, fantasear un rato sobre qué podría pedir, y a quién, a cambio. Entre dos dedos, sostenida por el tallo, Caronte admiraba esa excepción de corola llamativa: ¿olería? Fue a ello, y con la intensidad de la inhalación no sólo extrajo el aroma de los pétalos, sino también a un par de mosquitos polizontes que allí estaban libando; uno acabó aspirado y aplastado contra la pared nasal, pero el otro aprovechó que el perro ya estaba ídem para colarse al Hades.

El mosquito, que era insecto pero no tonto, comprendió el panorama una vez dentro: "aquí todos lo pasan mal, nada más que de sufrir... ¡tendrán la sangre llena de azúcar, esta gente debe de estar garrapiñada!". Fuera de sí, el bichito atacó una por una a las cincuenta Danaides, salvando (con más dificultad a medida que iba engordando por el festín) cuarenta y nueve palmadas y un anforazo...

Huía zumbando, mirando hacia atrás con su visión múltiple, tan divertido por la gamberrada que cuando quiso darse cuenta se estampó contra una de las manzanas del árbol que negaba el alimento a Tántalo, haciendo tambalearse una de las frutas. Nadie como él, que desde abajo llevaba toda la Eternidad atento al subir y bajar de aquellos víveres, supo apreciar a cámara lenta el instante en el que la manzana (golpeada con la fuerza de la sangre de las hijas de Dánao) cayó en su boca: el momento imposible en el que Tántalo pudo, al fin, masticar y tragar.

Y así, negada la tautología, el infierno se deshizo.
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Cuando el reloj marcaba 11:14 PM |  3 comentarios 

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